miércoles, 29 de julio de 2009


Afuera era invierno. Sobre la ciudad el viento golpeaba duro y el frío embestía hasta los huesos haciéndonos tiritar. No había cobijas ni tragos calientes que nos mantengan a salvo pero sin embargo esa noche fuimos los únicos sobrevivientes. Recuerdo ese primer beso con sabor primaveral. En un segundo las flores de mis adentros comenzaron a florecer todas a la vez. Podía sentir el aleteo de las mariposas pululando sobre ellas. Podía sentir los huracanes que estas provocaban en la otra parte de mi ser. Sin duda lo sentía; sin duda te podía sentir. Tus brazos me rodearon y sabía que entre ellos yo iba a estar a salvo. No me importaba el frío, no me importaba el fin del mundo, solo me importabas vos, vos y yo en esa habitación. Nos tomamos nuestro tiempo, sabíamos que podía ser el final y lentamente, beso a beso, nos desnudamos enteros y olvidamos que afuera nos amenazaba la vida una tempestad. No sentíamos el frío y no se escuchaba nada; afuera la ciudad descansaba en paz. Solo se oía nuestra respiración que parecía haber cobrado vida propia y estaba deseosa por hacerse notar. Entonces entraste y entramos juntos por primera vez a ese cálido lugar donde nuestros cuerpos levitaban y se fundían en una especie de viaje sideral. La habitación se lleno de estrellas y nosotros éramos dos estrellas más. Tu luz y mi luz se hicieron una sola que brilló tan fuerte que por un segundo convertimos la noche en día. No partimos hacia ningún lado pero sin embargo viajamos muy alto y por un segundo nos creímos infinitos. Esa noche fuimos los únicos sobrevivientes, y sobrevivimos gracias al calor que brotaba de nuestros cuerpos. Desde esa noche somos los únicos sobrevivientes.

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